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Análisis

PUERTO RICO, PAIS CERRADO CON CANDADO Y OLOR A CLORO

En el necroestado, abrir el país no es metáfora ni consigna: es operación de emergencia. Es soltar las ventosas para que salga el aire de la podredumbre institucional. Es conectar el cuerpo del pueblo al sistema circulatorio del Estado sin que reviente otro acople.


Eliseo R. Colón Zayas

Presidente

Periodismo 21


Digamos las cosas como son: Puerto Rico es hoy un PAÍS CERRADO. Cerrado por dentro, como baño clausurado en fiesta patronal: cinta amarilla, olor a cloro barato y un letrerito improvisado que dice “disculpe los inconvenientes”. Afuera llueve y hace calor, adentro no hay agua, y la luz parpadea como una vela vieja en misa de aguinaldo. El olor a cloro del súper-tubo roto no es desinfectante: es perfume de necropolítica, esa fragancia que distingue al Estado que ya no gobierna cuerpos vivos, sino administra cadáveres civiles. Y mientras tanto, allá arriba en Washington, los bulldozers bailan un vals en la Casa Blanca para abrir espacio al Salón de Baile del Gran Ensanchador del Ego, porque el Imperio —faltaba más— siempre tiene pista, brillo y aforo, aunque la historia cruje.


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La isla, en cambio, amanece con el súper-tubo abierto en canal, como si a Puerto Rico le hubieran reventado una arteria. El país sangra por Manatí —agua tratada con sabor a metáfora— y los titulares contabilizan “oasis” como si fuesen milagros de Moisés en versión pickup. Las escuelas acortan horario porque el conocimiento también necesita lavamanos; los conciertos se pasan para “fecha por confirmar” como si la cultura sobreviviera a fuerza de Ctrl+Posponer; y el alcalde que sea te asegura que “ya mismo” llega el camión cisterna, ese héroe de plástico que sustituye la planificación con manguera y buena fe. Y es que lo nuestro no es sólo un Estado ausente: es un necroestado tropical, un zombi administrativo que sigue firmando contratos, adjudicando préstamos y celebrando conferencias de prensa desde su tumba. Mientras tanto, la gente se las ingenia para sobrevivir con cisternas, plantas eléctricas y sarcasmo: tres formas de resistencia en un país que ya no promete vida, sino apenas continuidad biológica.


La Autoridad de Acueductos lo explicó con candor técnico. Fue una “burbuja de aire” atrapada reventó el tubo de 72 pulgadas. Pero ¿no es acaso esa burbuja el símbolo perfecto de Puerto Rico? Presión acumulada, ventosas bloqueadas, explosión inevitable. El golpe de esa burbuja es el retorno de lo reprimido en forma de tubería. El deseo reprimido de soberanía, de autogobierno, de electricidad que no sea pay-per-apagón, de agua que no se raciona en horario colonial. Cuando el aire choca con el agua, el tubo se quiebra; cuando el pueblo choca con la burocracia, el país se fractura.


El super-tubo, ese cordón umbilical que nos une a la ilusión de modernidad, se ha convertido en su parodia. Es una arteria del cuerpo muerto de la infraestructura colonial que funciona, como diría el filósofo Achille Mbembe, como un espacio de muerte lenta, un lugar donde la existencia se sostiene artificialmente: cisternas, generadores, recargas. Puerto Rico entero es un respirador eléctrico con batería limitada. El Estado —ese cadáver institucional— decide quién se enchufa y quién se apaga.


En el mismo cuadro, LUMA hace un arte conceptual: llama “limitaciones operacionales” a dejar la isla a oscuras y “optimización de recursos” a despedir brigadas y apagar teléfonos a las 5:01 p. m. Genera toca la partitura del gas como si fuera Mozart financiado por un oligopolio: adagio cuando se atasca un barco, allegro cuando hay conferencia de prensa. Y la Junta marca el compás con la batuta de la contabilidad: no hay caja, no hay transparencia, no hay permiso.


Aplausos discretos; el pueblo afuera, sin invitación, mirando por la ventana empañada por el diesel.


La gobernadora Jenniffer González ensaya el difícil arte del doble filo: con una mano promete “no hay marcha atrás” para fiscalizar a LUMA; con la otra firma el eterno retorno del gas porque “hay que estabilizar”…..Pero, ¿Qué? ¿La factura? ¿La paciencia? ¿La dependencia? La calle lo ve clarito: aquí todo se estabiliza menos la luz. Cualquier día nos dicen que el apagón es patrimonio inmaterial y que el biiiiip del generador eléctrico casero es nuestro himno alterno.


En este país necrohidráulico, el discurso oficial se convierte en una espuma que flota sobre aguas negras. Y entonces resuena el barroco excrementicio. Es ese género narrativo de la política contemporánea que se identifica como la obscenidad estructural del poder, y adopta forma de comunicados de prensa. Es el comunicado de prensa que tan bien encarna el show trumpiano: se gobierna como quien lanza mierda con espuma batida a golpe de meme, mientras la gradería de bots PNP aplauden y acusan de “frágiles” a quienes piden, humildemente, una pluma que funcione. Es la gran estética del derrame: cuando no hay agua en la llave, hay verborrea en cadena nacional; cuando la tubería no aguanta la presión, la retórica sí, y por eso se multiplica: “histórico”, “sin precedentes”, “para el pueblo”. El barroco de los enjuagues: contratos que se lavan con comunicados, responsabilidades que se enjuagan con auditorías que nunca llegan, y una espuma que sube-sube mientras los tanques están vacíos.


Aquí todo tiene su coreografía. La Junta levanta la ceja: falta transparencia y liquidez. El Gobierno contesta con un pasito ‘e bola: “si nos entregaran la información…”. LUMA responde con un moonwalk contable: “si nos reembolsaran…”. Genera se justifica: “si nos dejaran…”. El público se sabe el libreto: es el baile de las condicionales, esa danza perenne que podría llenar el nuevo salón en Washington: Si me pagas, si me apruebas, si me crees. El Imperio ofrece la pista; nosotros ponemos el sudor, los apagones y la propina.


A este país le entra aire en las tuberías y no le sale por las ventosas. Lo dijo un ingeniero y quedó como diagnóstico nacional. Ese aire atrapado somos nosotros: presión que sube y sube, choque en curva, rotura en acople. Es el golpe de la colonia: el empuje con que chocan la administración importada, la tecnocracia fiscal y la vida concreta del cafetín de la esquina. Cuando revienta, nos dicen: “fue un fenómeno físico inevitable”. Y uno piensa: exacto, se llama cansancio.


Porque, PAÍS CERRADO no es sólo un eslogan triste. Es mecánica: puerta con candado (PROMESA), pasador (contratos blindados), pestillo (reguladores a destiempo), tranca (reembolsos federales que no llegan) y al final la llave extraviada en algún escritorio de consultora. PAÍS CERRADO es cuando la política se reduce a elegir qué privado te corta la luz con más cortesía. Es cuando la palabra “oasis” deja de ser descanso y se convierte en fila bajo el sol. Es cuando la cultura muda de sala de conciertos a bandeja de “eventos reprogramados”. Es cuando el maestro recorta la clase no por huelga ni huracán, sino para que el estudiante pueda ir a buscar agua.


En el necroestado, abrir el país no es metáfora ni consigna: es operación de emergencia. Es soltar las ventosas para que salga el aire de la podredumbre institucional. Es conectar el cuerpo del pueblo al sistema circulatorio del Estado sin que reviente otro acople. Es, como diría Mbembe, reivindicar el derecho a respirar, literal y políticamente. Y cuando ese día llegue —cuando el agua corra, la luz no tiemble y el país deje de ser un tubo taponado de promesas—, tal vez descubramos que la verdadera catástrofe no es el colapso, sino el regreso a la normalidad. Porque en Puerto Rico, la normalidad siempre ha sido la versión más eficiente del desastre

 
 
 

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