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Análisis

MASCARILLAS, MOÑOS Y MALA MEMORIA: WANDA SE DECLARA VERÍDICA

Por Eliseo R. Colón Zayas, Presidente

FPS21


En la tragicomedia judicial del año —mitad juicio federal, mitad fashion editorial— Wanda Vázquez Garced ha perfeccionado el arte de verse culpable sin parecerlo. Entre mascarillas de autoridad, moños de inocencia y una memoria convenientemente selectiva, la exgobernadora ha logrado convertir la admisión de un delito en una oda a la veridicción semiótica tropical: todo fue culpa de otros, su único pecado fue confiar... y combinar bien sus outfits.


Wanda Vázquez el día de su sentencia. Foto: Yadiel Pérez
Wanda Vázquez el día de su sentencia. Foto: Yadiel Pérez

En un espectáculo que combina drama, alta costura y manejo escénico tan poderoso como una pasarela de Milán tropical, Wanda Vázquez Garced ha estrenado el título de que terminó siendo la primera exgobernadora de Puerto Rico en declararse culpable de un delito. Se convirtió en la primera en ser convicta. Lo hizo este miércoles 27 de agosto en la sala 4 del Tribunal Federal de Hato Rey, con una performance que bien podría titularse Verdad, estilo y supervivencia política.


Lo notable no es sólo el contenido, sino la curaduría de esta performance pública. Durante la pandemia, Wanda dominó la narrativa de la supervivencia estatal: mascarilla impecable, discurso higienizante, retórica del deber. Sin embargo, esa mascarilla no protegía solo contra el COVID19, sino del escrutinio. Cuando por fin salió del salón judicial, lo hizo ataviada con un traje azul marino recio, casi ceremonial, como si desfilara en el salón de espejos de La Fortaleza —el epicentro de poder convertido en escenario de simulación y distorsión.


El verdadero acto de magia fue convertir la veridicción (ese juego semiótico entre lo verdadero, falso, fingido, simulado) en una marca registrada. El cuadrado semiótico giró hacia el encubrimiento estético, donde lo que parece verosímil basta para invalidar la verdad.

Vestida impecablemente —quizás otro guiño a la veridicción, esa capacidad de actuar verdad sin decirla— Vázquez respondió, más elegante que sumisa, a la jueza Silvia L. Carreño Coll: “Culpable”, sin adornos ni “sí, su señoría” poéticos.


Y así, lo fingido se convirtió en lo verdadero, lo simulado se camufló de reconciliación, y la mitad de la pista de baile fue un tribunal federal. Nada de conspiraciones, fraudes electrónicos ni bochornos públicos: solo una promesa de donativo de un extranjero, que, curiosamente, nunca llegó. ¡Qué conveniente!


Y hablando de conveniencias, el discurso posdefensa fue memorable: “Yo no cogí ni un solo centavo”, declaró con convicción, mientras sustituía el moño del encubrimiento por una servilleta, quizá para secar alguna emoción previamente calculada. La frase estrella, esa joya de delegación emocional, fue: “Confié en unas personas que estaban alrededor mío…” Él blush de la falla operativa colectiva quedó capitalizado como sacrificio dramático.


Claro, mientras ella construía el relato de la buena gobernanta arrastrada por ayudantes distraídos, el calendario judicial ya le tiene cerrado el casting para la audiencia de sentencia el 15 de octubre, donde podría recibir de seis meses hasta un año tras las rejas. Aunque, cabe reconocer, tiene el guion preparado para una salida en probatoria.


Y qué decir de la ironía suprema: la máscara de la culpa confinada, como si se tratara de un mero tropiezo en la campaña, y no de un guion completo de corrupción. La audiencia fue como un remake light: eliminado el soborno a gran escala, gruesos montos fantasmas y la sensación de impunidad intacta. En lugar de eso, fue una promesa de donativo que nunca llegó, convertida en un eco legal suave, como si la culpa hablara desde otra habitación.


La exgobernadora, exfiscal, abogada y protagonista de nuestro salón de espejos institucionales, se despide de su espectáculo político-date con un argumento poco creíble, pero con estética impecable: “Eso no tiene que ver con gobierno ni corrupción; fue solo campaña, primarias”, dijo; y por supuesto, nunca mencionó la palabra “soborno”.


En resumen, el formato es claro: se condensa lo criminal en lo anecdótico, se purifica la culpa con ironía escénica y se convierte lo menos grave en excepción de redención. Se deconstruye el relato de corrupción mientras se edita con filtros de veridicción. En el país del simulacro, Wanda ha sido, sin duda, la estrella de su propia serie legal—actuando como si nada pasó, mientras la realidad caía sobre su nombre.


Este episodio no solo marca un hito legal: es una exhibición de cómo la veridicción —esa existencia de verdad simulada— puede eclipsar los hechos. Wanda Vázquez no solo se declaró culpable; se declaró plausible.


Lo planteado aquí es una invitación a repensar: en tiempos donde el estilo devora al contenido, ¿cuál es el precio real de nuestra credibilidad? En el ir y venir de mascarillas, vestuarios políticos y discursos adustos, la verdad no es necesariamente lo que importa: importa lo que se percibe. Y en ese universo del espectáculo político, Wanda fue impecablemente verídica.


Porque aquí ya no importa lo que fue, ni lo que hizo; importa lo que pareció hacer. Y en ese espejo —noblemente iluminado— ella sigue reflejando, estilizando y sobreviviendo al juego del cuadrado de la veridicción semiótica.

 
 
 
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