'EL REY DE LA MIERDA: TRUMP Y SU BARROCO EXCREMENTICIO
- carmenenid
- 20 oct
- 5 Min. de lectura
El video realiza la fantasía secreta del capitalismo contemporáneo: ver al amo gozar impunemente. Trump, convertido en caricatura autoconsciente, no niega su obscenidad; la eleva a estética nacional. Su “reinado de mierda” no es una parodia involuntaria, sino la verdad del sistema que lo produjo: un poder que goza ensuciando el espacio público mientras promete limpiarlo.
Eliseo R. Colón Zayas
Presidente
Periodismo 21
El video de Trump arrojando mierda, una mezcla Inteligencia Artificial, de estiércol y supremacía, sobre los manifestantes de la marcha No King es el último retablo del barroco excrementicio, esa estética que sustituye la verdad por el excremento. En esta corte virtual, el poder ya no habla: defeca. La mierda se convierte en política de Estado, en iconografía digital de dominación.
El barroco clásico recubría la fealdad con oro; el barroco neoliberal la pixeliza en HD. Donde antes había éxtasis religioso, ahora hay un avatar divino que eyacula lodo patriótico sobre los súbditos.
Trump no necesita argumentos: su “performance fecal” basta como alegoría del orden que impone, la comunicación reducida a vómito y la autoridad a algoritmo.
El video realiza la fantasía secreta del capitalismo contemporáneo: ver al amo gozar impunemente. Trump, convertido en caricatura autoconsciente, no niega su obscenidad; la eleva a estética nacional. Su “reinado de mierda” no es una parodia involuntaria, sino la verdad del sistema que lo produjo: un poder que goza ensuciando el espacio público mientras promete limpiarlo.
En su libro Heaven in Disorder, el filósofo Slavoj Žižek sostiene que Trump no representa el colapso del orden liberal, sino su verdad obscena revelada. En este caso, la mierda y la risa digital son su epifanía. El excremento, ese resto que el neoliberalismo intenta eliminar, se convierte aquí en símbolo de autenticidad: “miren, no soy político, soy mierda real”. El populismo trumpista se expresa, pues, como pornografía del poder, donde la materia fecal sustituye al argumento y el vómito se confunde con la verdad emocional. El video es la apoteosis de la lógica comunicacional donde el sujeto neoliberal se corona a sí mismo rey de la mierda, estetiza el exceso y convierte el desecho en significante de autenticidad.
El barroco clásico recubría la fealdad con oro; el barroco neoliberal la convierte en espectáculo viral. Ya no hay diferencia entre el altar y el feed, entre el púlpito y el algoritmo.
En esa escena, Trump se eleva como el Bernini de la mierda: un genio de la saturación, un escultor del exceso, un papa digital de la inmundicia. El arte ha muerto, viva el GIF. Trump es el nuevo Bernini de la desinformación, construye catedrales de estiércol sobre el vacío simbólico. Cada gota de mierda que cae sobre los manifestantes no es censura, sino branding; no represión, sino engagement. La política ya no se articula en el discurso racional, sino en la viralidad de lo repugnante. En otras palabras, Lo que en otro tiempo habría sido sátira política, hoy es campaña de marketing. Lo repugnante vende, y la mierda lleva al engagement. Como señalé en Matrices culturales del neoliberalismo: Una odisea barroca, el neoliberalismo no es una ideología racional sino un teatro de seducción, un “ecosistema comunicacional” donde el poder se vuelve espectáculo y el espectáculo se vuelve excremento simbólico. Trump lo entendió mejor que nadie. La política es ahora una máquina de compostaje mediático.
Cada insulto, cada “shitpost”, cada “verdad alternativa” es abono para la marca personal. El barro no ensucia: fideliza. Mientras los manifestantes claman “No King”, el algoritmo celebra al monarca del caos con millones de visualizaciones. En el barroco excrementicio, el poder no se justifica: se goza. El público, entre divertido y fascinado, comparte el video. Ríe, comenta, y al hacerlo confirma su pertenencia al rito. En la liturgia de la mierda, todos participamos: unos lanzan, otros reciben, y la mayoría da like. La mierda se convierte en comunión.
Pero, no vayan a pensar que los likes, la fidelización y el engagment a la mierda de Trump no tienen una versión boricua del barroco excrementicio. En Puerto Rico, Jenniffer González ha entendido bien la estética del fango. Su campaña se alimenta del exceso, de la sobreexposición, del espectáculo populista que convierte la vulgaridad en autenticidad. En un país donde la política se ha vuelto reality show a lo Maripily, González aparece como la influencer de la cólera, la heredera criolla de la mierda trumpista. No necesita ideas: tiene branding. Cada vez que posa junto a un cerdito en campaña o lanza indirectas desde un podio, el barro simbólico se activa. Su asesor de imagen, el mismo de Maripily, ha comprendido lo esencial: el escándalo vende más que el argumento. Es la lógica del fango glitterizado: mientras más grotesco el gesto, más auténtico el personaje. González no propone: postea.
Por su parte, Thomas Rivera Schatz lleva años perfeccionando la retórica fecal como arte político. Cada intervención suya en el Senado es un acto performativo: un exabrupto que dice en voz alta lo que el sistema neoliberal siente, pero no confiesa. Si Trump arroja mierda digital sobre sus opositores, Rivera Schatz lanza estiércol verbal desde el estrado. Ambos convierten el insulto en espectáculo, el cinismo en virtud y la grosería en mecanismo de identificación popular. Sus discursos, como los de Trump, producen placer precisamente porque no ofrecen razón alguna. Son el equivalente político del “tirar lodo” literal: la catarsis del barro como sustituto de la política. En ambos casos, el fango funciona como lenguaje de autenticidad en un mundo saturado de simulacros.
El barroco excrementicio no termina en el líder; se reproduce en su feligresía digital. Los comentarios en la prensa —una mezcla de bots patrióticos, fans destacados automatizados y cruzados del algoritmo— continúan la tarea de su amo simbólico. Desde los foros de la prensa digital hasta los muros de Facebook, la prosa intestinal fluye sin interrupción: insultos disfrazados de opinión, textos generados por IA que defienden a los “patriotas” y ataques sincronizados contra cualquier disidencia. Como si la mismísima cloaca hubiese sido democratizada, los devotos del barro reproducen el gesto de su rey: defecan en los comentarios y le llaman debate. Allí, entre los “independejos”, “comunistas de clóset” y “tilapias que no leen”, se consuma la comunión del fango de la feligresía digital de los PNP.
La política se convierte en hilo de comentarios: un coro de voces anónimas que aplauden al monarca mientras chapotean en su misma mierda Žižek tenía razón: vivimos en un mundo donde el cinismo ya no disfraza la verdad, sino que la celebra. Y la mierda, ese residuo final de la modernidad, se ha convertido en el nuevo lenguaje de la autenticidad. Trump, sin saberlo —o sabiéndolo demasiado—, ha coronado al neoliberalismo con su excremento: un imperio donde el lodo brilla, el cinismo emociona, y la mierda tiene buena iluminación.






.png)



Comentarios